La voz de la memoria, perturbada por el drama personal de Michel del Castillo.
Un caso de docuficción.
Es curioso constatar cómo un escritor de la talla de Michel del Castillo está ausente en la Historia de la Literatura Española. Su experiencia del exilio durante su infancia, marca extraordinariamente su adscripción a un lugar geográfico, pero su decisión voluntaria, en su etapa de adulto, de vivir lejos del mismo, es una de las causas por la que ni él mismo se considera exactamente español y por tanto, difícilmente puede incluirse en la Historia de la Literatura Española.
Su mayor trauma es el drama de la exclusión que se deriva de los avatares de su infancia; es el dolor de no pertenecer a ningún lugar ni geográfico, ni cultural, ni espiritual (1). Por eso parece buscar en sus ficciones su identidad personal, y la lengua de su infancia es la voz de la memoria; sin embargo abandona el español como lengua literaria y escribe sus obras en francés, aunque sigue utilizando algunas palabras o expresiones españolas intraducibles, o algunas referencias culturales de esta su lengua materna que, obviamente es una dificultad añadida a la tarea de traducir (2) sus novelas.
Por otra parte sigue teniendo irremediable atracción por la idiosincrasia española, que es núcleo generador de sus escritos, y no solo nos referimos a los relatos en que practica la escritura de la memoria, sino a los ensayos en los que reflexiona sobre el carácter y costumbres españolas.
Michel del Castillo, que parece detestar lo español, manifiesta abiertamente un rechazo hacia España, rechazo que algunos críticos han interpretado como un rechazo a su madre española que lo abandona (3), hecho a partir del cual su infancia se debate entre el hambre y la humillación que sufre en los distintos lugares por donde transita su orfandad. Despojado de todo, su vida es una lucha por la supervivencia, incapaz de entender por qué no tiene una vida como los demás niños. Es por esta razón por la que más se parece a un huérfano que a un niño exiliado, ya que sale de España detrás de su madre, buscando una vida sin guerra, y desde su edad adulta no hay, en ningún caso, una afirmación del deseo de volver a la patria añorada y perdida, desde luego, en contra de su voluntad.
Infancia y memoria
En las guerras, los niños viven su propia realidad, separada de esos acontecimientos que los integran en el mundo de los adultos. Por eso la memoria que conservan es la de su propia infancia, que en este caso es un inevitable encadenamiento de pérdidas y frustraciones. Para los niños en estas circunstancias, el proceso es semejante: durante el periodo de guerra y su estancia en España, no van a la escuela y sus recuerdos están llenos de miedo, ruidos derivados de los bombardeos, casas ardiendo, ausencia del padre… A continuación sufren la huida de la que se deriva la incertidumbre ante lo desconocido. En el exilio han de integrarse en una nueva sociedad y ése es el único momento en que pueden recuperar parte de la infancia. De todo ello da cuenta exhaustiva Michel del Castillo en su novela titulada Tanguy, nombre del niño, que bien conoce, de quien narra su historia
La evolución vital de Tanguy, nuestro personaje, va a ser más compleja de lo normal, y por tanto sus sentimientos infantiles están anclados en un dolor mucho más agudo. Su visión de la guerra española gira en torno a dos claves, terror y hambre; el niño solo sabe que “todo había comenzado con un cañonazo” (pág. 31) (4), y a partir de ahí unos cuantos recuerdos confusos: “largas colas inmóviles ante las tiendas, casas descarnadas y ennegrecidas por el humo, cadáveres en las calles,... acostarse sin haber comido nada,… haber sido despertado por el triste ulular de las sirenas, … haber llorado de miedo al oír a los milicianos golpear la puerta de madrugada.” (pág. 31) Desde su mirada infantil, ¿esto era hacer la guerra?, porque su guerra se reducía al enfrentamiento entre su madre (que su mente infantil identificaba con lo que denominaban la República) y los aviones franquistas que bombardeaban para matarla; su madre, una heroína épica cuyo papel la aleja de la familia y de proveer a su hijo de las necesidades que conlleva la infancia.
Hijo de madre republicana, políticamente activa y abandonados ambos por su padre francés, pronto se vio en la tesitura del exilio. Parten hacia Francia, el idealizado país de la libertad, del que tenía la idea preconcebida de que no había guerra y se comía bien. Tanguy, en su primera estancia fuera de España, en los alrededores de Vichy, una pequeña ciudad del centro de Francia, se siente feliz. El niño, arrastrado por los acontecimientos de los adultos tiene por fin lo que para él consideraba la felicidad: “tenía una casa, había paz, iba a la escuela, tenía un amigo y un perro” (pág. 37) “y cada fin de semana su padre, que le llevaba a pasear por el bosque” (pág. 40). Pero duró poco este bienestar porque enseguida se vio embarcado en otra huida de los adultos. Su madre se lo llevó a Clermont-Ferran, se albergaron en un hotel de mala muerte en el que Tanguy languidecía de hambre y de nostalgia, pero tampoco duró esto demasiado; todo empeoró cuando fueron detenidos y conducidos a un campo de concentración, del que conserva el recuerdo más fuerte, el hambre. Allí el niño se refugia en la fantasía de los cuentos porque a través de ella estaba unido a los demás niños del mundo, de manera que sufre cuando Blancanieves cae en el sueño y se alegra cuando el príncipe viene a despertarla y a hacerla su esposa. Es solo en esos instantes, cuando es un niño como los demás.
Un nuevo giro va a dar su vida en esa espiral degradante: su madre enferma, la llevan a un hospital de Montpellier, y a él a un colegio que supone otra pequeña isla de paz en su infancia, pero también es breve su estancia. Dado que pretenden devolverlos al campo de concentración, madre e hijo viajan por separado y se reencuentran en Marsella. Tanguy, a sus nueve años, ya no cree en Francia como el país de la libertad. Vuelve a separarse de su madre, “sentía que se iba haciendo pequeño, tan pequeño que la pena que experimentaba era más grande que él” (pág. 58), con el proyecto de reencontrase en Madrid, pero esto nunca llegará. El mismo día en que cumplía nueve años, los soldados alemanes detienen a la familia con la que le ha dejado su madre y lo llevan a un campo de concentración. Nunca volverán a reunirse. Tanguy está metido en una nueva guerra de los adultos, la segunda guerra mundial, una nueva experiencia para los españoles refugiados en Francia, especialmente para este niño que nos recuerda al Lazarillo de Tormes cuando Michel del Castillo relata:
Todo lo que, hasta entonces, sólo había comprendido a medias, se le reveló bruscamente: que estaba definitivamente solo, que iba a ser tratado como un hombre, que había dejado de ser un niño (pág. 67).
Le acababan de sustraer definitivamente su infancia, tanto que camino del campo de concentración, “tenía la impresión de ser viejo, muy viejo. La certeza de que solo tenía nueve años le parecía ridícula” (pág. 76). Pero aún conservaba su capacidad de percibir lo bello, por eso, a pesar del hambre y de las humillaciones, seguía emocionándose al percibir, por ejemplo, “los mil perfumes de la tierra” (pág. 82) que un bosque de pinos le ofrecía, o disfrutando del “tranquilo crepúsculo estival que incendiaba el cielo y el bosque próximo” (pág 86), desde su barracón, castigado sin pan por desentonar el Die Fahne hoch (5) que le habían ordenado cantar. Pero en cualquier caso, como un niño, echaba de menos a su padre y a su madre, aun a sabiendas de que ambos lo habían abandonado, cada uno en un momento diferente. No pensaba en la guerra ni en su entorno sino “por qué no había sido tratado como los otros niðos y qué era lo que había hecho para no ser como ellos” (pág. 89). Y lloraba de rabia, lloraba de hambre, de frío y de desesperanza en aquel mundo de silencio y de muerte. En la Navidad de 1943, mientras oía los cánticos navideños en los altavoces del campo de concentración, experimentó la nostalgia de todos los niños de Dickens, hospicianos y desheredados de la fortuna, “la ausencia de ese algo que hubiese podido dejarles recuerdos felices” (pág.105), la miseria de niño sin infancia.
Con su liberación por los soldados rusos dejaba atrás una etapa importante, su infancia frustrada. Iba hacia París y de allí a España, de la que había salido con cinco años (en 1939), y a la que regresaba con doce (verano de 1945) y “envejecido”, si esta cualidad se puede atribuir a una criatura de doce años. Por eso se sorprendió cuando en la pensión de San Sebastián, la señora Luciana le ayuda a acostarse, le desviste, le lee un libro y le da un beso de buenas noches; a Tanguy le resulta divertido, en los últimos años nunca había disfrutado de ese trato maternal. Después de ocho días sigue su viaje a Barcelona en busca de su única familia, su abuela, pero pronto se entera de que ha muerto, su casa ha sido vendida y vuelve a estar solo y en la más absoluta miseria. Se dirige al “Asilo Dumos”(6) donde comienza otro de los horrores de su corta vida, salpicada de golpes, castigos, hambre…, pero esta vez no era la guerra sino aquella “hipocresía ignominiosa” de quienes comulgaban cada mañana para torturar sin motivo a los muchachos asilados. Consigue escapar del asilo y otra vez curiosamente, la memoria interpreta detalles literarios de los que no son frecuentes en toda la novela: observa en la calle un tranvía en el que “racimos humanos colgaban de sus estribos. El aire era fresco y olía a yodo y a frituras” (pág. 162). Sale de Barcelona y sentado al borde de la carretera se siente libre y de nuevo percibe que “el aire era tan suave como una tela de seda. Lo embalsamaban efluvios cargados de fuertes aromas” (pág.163). La memoria se permite una digresión literaria, exaltando con ello ese espacio, libre del horror de la última estancia de la que había escapado.
Toma un tren hacia Madrid y de allí lo envían a un centro de jesuitas en Úbeda, donde vive una corta etapa de buen trato, se recupera, estudia y reaparece en él la esperanza de tener una familia “como todos los demás niños”, de encontrar a su padre francés y poder vivir con él. Alentado con esta esperanza, viaja a Madrid, de allí a Barcelona donde sobrevive un tiempo trabajando en una fábrica de cemento y de allí, en el tren de San Sebastián, se acerca lo más posible a la frontera con Francia. En cuanto tuvo ocasión tomó un tren hacia París, convivió un tiempo con su padre, se encontró con su madre y comprendió la magnitud y el alcance de su drama: nada le unía a ellos. No reconocía a sus padres en esos dos adultos que le habían sustraído su infancia y que estaban llenos de rencor y de cobardía.
Emoción y memoria.
La sicología moderna relaciona emoción y memoria, de manera que claramente se acepta la propiedad que se atribuye a las emociones de crear recuerdos precisos e imborrables.
Notas:
1. Es un caso semejante al de Agustín Gómez Arcos (nacido en 1933) al que Luis Antonio de Villena denomina como “el más español de los escritores franceses” (El Mundo, 21-03-1998)
2. Dificultad apreciable sobre todo en obras como Le sortilège espagnol (1977) y Le dictionnaire amoureux de l’Espagne (2007)
3. Ver “Madres malas y literatura del exilio” en Revista de Filología de la Universidad de La Laguna, nº 22, Servicio de Publicaciones Universidad de La Laguna. España, 2004, pp. 175-185.
4. La paginación a la que se hace referencia en este trabajo corresponde a la novela Tanguy, publicada por la editorial Ikusager en 1996.
5. Al Die Fahne hoch (Al Viento las Banderas) o el Himno de Horst Wessel, fue el himno del Partido Nacionalsocialista en general, y de las SA en particular.
6. Se refiere al Asilo Durán. La Congregación de “San Pedro Ad Vincula" (San Pedro entre cadenas), fundada en Marsella el 1 de agosto de 1839 por el P. Carlos José-María Fissiaux, que pretendía ser un “ángel liberador” para los jóvenes marginados e inadaptados, inicia su actividad en España el 1 de julio de 1884 en Barcelona en la Casa Municipal de Corrección. Muy pronto tendrá obra propia denominada Asilo Durán.
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Su mayor trauma es el drama de la exclusión que se deriva de los avatares de su infancia; es el dolor de no pertenecer a ningún lugar ni geográfico, ni cultural, ni espiritual (1). Por eso parece buscar en sus ficciones su identidad personal, y la lengua de su infancia es la voz de la memoria; sin embargo abandona el español como lengua literaria y escribe sus obras en francés, aunque sigue utilizando algunas palabras o expresiones españolas intraducibles, o algunas referencias culturales de esta su lengua materna que, obviamente es una dificultad añadida a la tarea de traducir (2) sus novelas.
Por otra parte sigue teniendo irremediable atracción por la idiosincrasia española, que es núcleo generador de sus escritos, y no solo nos referimos a los relatos en que practica la escritura de la memoria, sino a los ensayos en los que reflexiona sobre el carácter y costumbres españolas.
Michel del Castillo, que parece detestar lo español, manifiesta abiertamente un rechazo hacia España, rechazo que algunos críticos han interpretado como un rechazo a su madre española que lo abandona (3), hecho a partir del cual su infancia se debate entre el hambre y la humillación que sufre en los distintos lugares por donde transita su orfandad. Despojado de todo, su vida es una lucha por la supervivencia, incapaz de entender por qué no tiene una vida como los demás niños. Es por esta razón por la que más se parece a un huérfano que a un niño exiliado, ya que sale de España detrás de su madre, buscando una vida sin guerra, y desde su edad adulta no hay, en ningún caso, una afirmación del deseo de volver a la patria añorada y perdida, desde luego, en contra de su voluntad.
Infancia y memoria
En las guerras, los niños viven su propia realidad, separada de esos acontecimientos que los integran en el mundo de los adultos. Por eso la memoria que conservan es la de su propia infancia, que en este caso es un inevitable encadenamiento de pérdidas y frustraciones. Para los niños en estas circunstancias, el proceso es semejante: durante el periodo de guerra y su estancia en España, no van a la escuela y sus recuerdos están llenos de miedo, ruidos derivados de los bombardeos, casas ardiendo, ausencia del padre… A continuación sufren la huida de la que se deriva la incertidumbre ante lo desconocido. En el exilio han de integrarse en una nueva sociedad y ése es el único momento en que pueden recuperar parte de la infancia. De todo ello da cuenta exhaustiva Michel del Castillo en su novela titulada Tanguy, nombre del niño, que bien conoce, de quien narra su historia
La evolución vital de Tanguy, nuestro personaje, va a ser más compleja de lo normal, y por tanto sus sentimientos infantiles están anclados en un dolor mucho más agudo. Su visión de la guerra española gira en torno a dos claves, terror y hambre; el niño solo sabe que “todo había comenzado con un cañonazo” (pág. 31) (4), y a partir de ahí unos cuantos recuerdos confusos: “largas colas inmóviles ante las tiendas, casas descarnadas y ennegrecidas por el humo, cadáveres en las calles,... acostarse sin haber comido nada,… haber sido despertado por el triste ulular de las sirenas, … haber llorado de miedo al oír a los milicianos golpear la puerta de madrugada.” (pág. 31) Desde su mirada infantil, ¿esto era hacer la guerra?, porque su guerra se reducía al enfrentamiento entre su madre (que su mente infantil identificaba con lo que denominaban la República) y los aviones franquistas que bombardeaban para matarla; su madre, una heroína épica cuyo papel la aleja de la familia y de proveer a su hijo de las necesidades que conlleva la infancia.
Hijo de madre republicana, políticamente activa y abandonados ambos por su padre francés, pronto se vio en la tesitura del exilio. Parten hacia Francia, el idealizado país de la libertad, del que tenía la idea preconcebida de que no había guerra y se comía bien. Tanguy, en su primera estancia fuera de España, en los alrededores de Vichy, una pequeña ciudad del centro de Francia, se siente feliz. El niño, arrastrado por los acontecimientos de los adultos tiene por fin lo que para él consideraba la felicidad: “tenía una casa, había paz, iba a la escuela, tenía un amigo y un perro” (pág. 37) “y cada fin de semana su padre, que le llevaba a pasear por el bosque” (pág. 40). Pero duró poco este bienestar porque enseguida se vio embarcado en otra huida de los adultos. Su madre se lo llevó a Clermont-Ferran, se albergaron en un hotel de mala muerte en el que Tanguy languidecía de hambre y de nostalgia, pero tampoco duró esto demasiado; todo empeoró cuando fueron detenidos y conducidos a un campo de concentración, del que conserva el recuerdo más fuerte, el hambre. Allí el niño se refugia en la fantasía de los cuentos porque a través de ella estaba unido a los demás niños del mundo, de manera que sufre cuando Blancanieves cae en el sueño y se alegra cuando el príncipe viene a despertarla y a hacerla su esposa. Es solo en esos instantes, cuando es un niño como los demás.
Un nuevo giro va a dar su vida en esa espiral degradante: su madre enferma, la llevan a un hospital de Montpellier, y a él a un colegio que supone otra pequeña isla de paz en su infancia, pero también es breve su estancia. Dado que pretenden devolverlos al campo de concentración, madre e hijo viajan por separado y se reencuentran en Marsella. Tanguy, a sus nueve años, ya no cree en Francia como el país de la libertad. Vuelve a separarse de su madre, “sentía que se iba haciendo pequeño, tan pequeño que la pena que experimentaba era más grande que él” (pág. 58), con el proyecto de reencontrase en Madrid, pero esto nunca llegará. El mismo día en que cumplía nueve años, los soldados alemanes detienen a la familia con la que le ha dejado su madre y lo llevan a un campo de concentración. Nunca volverán a reunirse. Tanguy está metido en una nueva guerra de los adultos, la segunda guerra mundial, una nueva experiencia para los españoles refugiados en Francia, especialmente para este niño que nos recuerda al Lazarillo de Tormes cuando Michel del Castillo relata:
Todo lo que, hasta entonces, sólo había comprendido a medias, se le reveló bruscamente: que estaba definitivamente solo, que iba a ser tratado como un hombre, que había dejado de ser un niño (pág. 67).
Le acababan de sustraer definitivamente su infancia, tanto que camino del campo de concentración, “tenía la impresión de ser viejo, muy viejo. La certeza de que solo tenía nueve años le parecía ridícula” (pág. 76). Pero aún conservaba su capacidad de percibir lo bello, por eso, a pesar del hambre y de las humillaciones, seguía emocionándose al percibir, por ejemplo, “los mil perfumes de la tierra” (pág. 82) que un bosque de pinos le ofrecía, o disfrutando del “tranquilo crepúsculo estival que incendiaba el cielo y el bosque próximo” (pág 86), desde su barracón, castigado sin pan por desentonar el Die Fahne hoch (5) que le habían ordenado cantar. Pero en cualquier caso, como un niño, echaba de menos a su padre y a su madre, aun a sabiendas de que ambos lo habían abandonado, cada uno en un momento diferente. No pensaba en la guerra ni en su entorno sino “por qué no había sido tratado como los otros niðos y qué era lo que había hecho para no ser como ellos” (pág. 89). Y lloraba de rabia, lloraba de hambre, de frío y de desesperanza en aquel mundo de silencio y de muerte. En la Navidad de 1943, mientras oía los cánticos navideños en los altavoces del campo de concentración, experimentó la nostalgia de todos los niños de Dickens, hospicianos y desheredados de la fortuna, “la ausencia de ese algo que hubiese podido dejarles recuerdos felices” (pág.105), la miseria de niño sin infancia.
Con su liberación por los soldados rusos dejaba atrás una etapa importante, su infancia frustrada. Iba hacia París y de allí a España, de la que había salido con cinco años (en 1939), y a la que regresaba con doce (verano de 1945) y “envejecido”, si esta cualidad se puede atribuir a una criatura de doce años. Por eso se sorprendió cuando en la pensión de San Sebastián, la señora Luciana le ayuda a acostarse, le desviste, le lee un libro y le da un beso de buenas noches; a Tanguy le resulta divertido, en los últimos años nunca había disfrutado de ese trato maternal. Después de ocho días sigue su viaje a Barcelona en busca de su única familia, su abuela, pero pronto se entera de que ha muerto, su casa ha sido vendida y vuelve a estar solo y en la más absoluta miseria. Se dirige al “Asilo Dumos”(6) donde comienza otro de los horrores de su corta vida, salpicada de golpes, castigos, hambre…, pero esta vez no era la guerra sino aquella “hipocresía ignominiosa” de quienes comulgaban cada mañana para torturar sin motivo a los muchachos asilados. Consigue escapar del asilo y otra vez curiosamente, la memoria interpreta detalles literarios de los que no son frecuentes en toda la novela: observa en la calle un tranvía en el que “racimos humanos colgaban de sus estribos. El aire era fresco y olía a yodo y a frituras” (pág. 162). Sale de Barcelona y sentado al borde de la carretera se siente libre y de nuevo percibe que “el aire era tan suave como una tela de seda. Lo embalsamaban efluvios cargados de fuertes aromas” (pág.163). La memoria se permite una digresión literaria, exaltando con ello ese espacio, libre del horror de la última estancia de la que había escapado.
Toma un tren hacia Madrid y de allí lo envían a un centro de jesuitas en Úbeda, donde vive una corta etapa de buen trato, se recupera, estudia y reaparece en él la esperanza de tener una familia “como todos los demás niños”, de encontrar a su padre francés y poder vivir con él. Alentado con esta esperanza, viaja a Madrid, de allí a Barcelona donde sobrevive un tiempo trabajando en una fábrica de cemento y de allí, en el tren de San Sebastián, se acerca lo más posible a la frontera con Francia. En cuanto tuvo ocasión tomó un tren hacia París, convivió un tiempo con su padre, se encontró con su madre y comprendió la magnitud y el alcance de su drama: nada le unía a ellos. No reconocía a sus padres en esos dos adultos que le habían sustraído su infancia y que estaban llenos de rencor y de cobardía.
Emoción y memoria.
La sicología moderna relaciona emoción y memoria, de manera que claramente se acepta la propiedad que se atribuye a las emociones de crear recuerdos precisos e imborrables.
Notas:
1. Es un caso semejante al de Agustín Gómez Arcos (nacido en 1933) al que Luis Antonio de Villena denomina como “el más español de los escritores franceses” (El Mundo, 21-03-1998)
2. Dificultad apreciable sobre todo en obras como Le sortilège espagnol (1977) y Le dictionnaire amoureux de l’Espagne (2007)
3. Ver “Madres malas y literatura del exilio” en Revista de Filología de la Universidad de La Laguna, nº 22, Servicio de Publicaciones Universidad de La Laguna. España, 2004, pp. 175-185.
4. La paginación a la que se hace referencia en este trabajo corresponde a la novela Tanguy, publicada por la editorial Ikusager en 1996.
5. Al Die Fahne hoch (Al Viento las Banderas) o el Himno de Horst Wessel, fue el himno del Partido Nacionalsocialista en general, y de las SA en particular.
6. Se refiere al Asilo Durán. La Congregación de “San Pedro Ad Vincula" (San Pedro entre cadenas), fundada en Marsella el 1 de agosto de 1839 por el P. Carlos José-María Fissiaux, que pretendía ser un “ángel liberador” para los jóvenes marginados e inadaptados, inicia su actividad en España el 1 de julio de 1884 en Barcelona en la Casa Municipal de Corrección. Muy pronto tendrá obra propia denominada Asilo Durán.
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