La rubia de ojos negros. Premio príncipe de Asturias 2014.
Vuelve el detective Philip
Marlowe de la mano de Benjamin Black
(John Banville) a quien los herederos de su creador, Raymond Chandler (1888-1959),
encargaron la novela. El propio título parece ser que el propio Chandler tenía previsto para recuperar una aventura más de su detective Marlowe. Y lo ha conseguido con
creces, manteniendo la atención con sus descubrimientos, los giros en la
investigación y el desenlace sorprendente en el que, por fin, se ordenan todas las piezas
del puzzle.
Benjamin Black siente gran
admiración por este investigador privado californiano, honrado, aficionado al
ajedrez, procedente de la década de los cincuenta, tan distinto de los
detectives de la novela negra actual. En ningún momento hay en su
comportamiento ni violencia ni crueldad.
Es fumador, destacando a lo largo
de la novela el placer que siente al observar el lento movimiento de las
volutas grises del humo del tabaco hasta el techo, marca lo agradable que es
fumar junto al mar porque “el aire salado
da un sabor distinto al tabaco” (p. 43), juguetea con el cigarrillo apagado
girándolo entre sus dedos, espera sentado dentro del coche en compañía del humo
rancio de su tabaco, se entretiene haciendo anillos de humo perfectos.
Desde las primeras líneas de la
novela reconocemos la presencia y el esperable comportamiento del clásico
detective Marlowe y el entorno en el que se mueve durante la resolución de sus
casos, así como el ritmo dinámico de la narración y la agilidad de sus
diálogos, claves de la novela negra. Resulta significativa su ironía, su notable
sentido del humor, un sarcasmo ácido que lo hace merecedor de una sonrisa de
complicidad cuando resuelve las situaciones más apuradas con su peculiar humor.
Así cuando su amigo jefe de la policía le interroga acerca de la causa de su
tardanza en llegar al reconocimiento de un cadáver, Marlowe le contesta
simplemente:
- Me he detenido
varias veces para admirar el paisaje y deleitarme con pensamientos poéticos. (p.
162)
En otra ocasión, le preguntan
acerca de una herida que muestra su mejilla, y así se desarrolla el diálogo:
- Me mordió un
mosquito.
- Los mosquitos no
muerden, pican.
- Este tenía
dientes. (p.210)
B. Black recrea no solo el universo del
protagonista sino incluso personajes de otras de sus novelas como Linda
Loring, la amada del detective, o Terry Lennox, uno de los protagonistas de “El largo adiós”. Según avanza la acción,
aparecen nuevos personajes y la trama se va complicando.
La llegada a su despacho de una
rica y elegante mujer rubia de ojos negros, que el escritor, en boca de su
detective, describe larga y detalladamente, con el encargo de encontrar a un
antiguo amante “un estafador de poca monta con trajes a medida”
(p. 14) al que ha visto inexplicablemente vivo cuando lo suponía muerto, da
lugar a una investigación sobre el caso que aclare el enigma. Con ella el
detective se enreda con una de las familias más ricas de Bay City.
Los ojos de la mujer se nombran
reiteradamente, por su “brillo
inteligente y burlón”, pero sobre todo por su color: “el ébano tenía la misma negrura resplandeciente de sus ojos” (p.
14), “iris negro y brillante” (p.74)
La acción avanza deteniéndose
constantemente en la descripción de todo lo que visualmente capta. Además del
aspecto, indumentaria, movimientos, la mirada, el olor, etc. de los personajes,
vemos lo mismo que ve el detective: el horizonte, la calle, jardines, la playa,
edificaciones diversas, el interior de un coche…Nada escapa a su aguda
percepción sensorial.
Y no solo se utiliza el sentido
de la vista para ello. Así, las paredes de una casa vacía “iluminada por el sol”, “exudan
un aceitoso olor a creosota”, y “posee
un modo especial de absorber los sonidos, igual que el cauce seco de un
riachuelo se traga el agua”(p.14). El tejido de un vestido “crepitaba” cada vez que su portadora se movía y sus pliegues despedían
una “ráfaga de perfume”
Olemos el aire denso y pesado que
percibe Marlowe “como un hombre obeso
recién salido de un largo baño caliente” (p. 29) y escuchamos los mismos sonidos
que él: “una melodía dulzona de violines”
“la voz grave y modulada”.
Y descubrimos la vitalidad de
objetos inanimados: “los guijarros
siseaban cuando las olas rompían como si estuvieran hirviendo” (p.40), “los muebles me observaban como perros guardianes
demasiado abatidos como para levantarse o incluso ladrar” (p.94)
En primera persona, el sabueso
Marlowe relata todos sus movimientos y recoge sus dudas, pensamientos y
contradicciones íntimas: “No conseguía
quitarme el asunto Peterson de la cabeza… Estaba persuadido de que había algo
sospechoso…No podía decir… pero tenía la clara convicción de…” (p.24).
Detalla cada sensación incluso mientras cae inconsciente como un “toro apuntillado”, en ese breve proceso
que le parece un ensayo de la muerte.
En pocas ocasiones comemos con él
y, cuando eso ocurre apenas tiene interés: perrito caliente y gaseosa. Sin
embargo compartimos con él, con frecuencia, sus bebidas: los efectos del whisky
bien cargado que hacen que su cabeza parezca repleta de masilla, su brandy
“poco ortodoxo” con azúcar, su gimlet (ginebra y zumo de lima Rose’s en
idéntica cantidad sobre hielo picado), uno de los cóteles más sofisticados, el
bourbon y el martini vodka.
Y para los amantes del té, la
dueña de la fábrica de perfumes, rica inglesa, detalla los pasos necesarios.
Concluimos con tan interesante receta:
“Primero tiene que hervir el agua (…) A
continuación, vierta el agua en la tetera para calentarla. Escalde bien la
tetera.(…) Luego tire esa agua, añada más a la tetera y eche una cucharada de
té por persona y otra más para la tetera. Déjelo reposar durante tras minutos (…)
ni uno mas ni uno menos. Y en ese momento puede servir el té” (p. 74)
No hay comentarios:
Publicar un comentario