En uno de mis variados y ajetreados desplazamientos veraniegos, opté por dejar el coche y tomar el tren. Había olvidado que hay rincones perdidos de España, a los que llegar supone tomar un contenedor-tartana.
Tomé pues el tren, que hacía honor a la onomatopeya de su movimiento. El traca-traca-traca, el traqueteo me condujo por los senderos de la memoria hacia aquellos vagones de madera de antaño, de asientos corridos y con compartimentos, sin embargo, en el que yo iba se notaba la modernidad. El aire acondicionado enfriaba con rabia los coches, luciendo con luces rojas sus 18 º, tanto que tuve que abrir la maleta en medio de aquel mini-pasillo para sacar algo con qué abrigar mis pobres huesos que, minutos antes, habían huido del bochornoso calor exterior.
También se notaba la modernidad de aquel vagón en los individuos contenidos. Parecía un parque temático friki, de estrafalarios viajeros. La abuela, rodeada de bolsas y paquetitos, que abrazaba y besaba con fruición un perro de esos diminutos, que si hubiera podido abrir la boca, seguro había mandado a su dueña a otro vagón. Luego estaba el hombre recalcitrante que vestía completamente de Armani -pantalón, camisa, calzoncillos, calcetines, naúticos, reloj, pulserita, gafas e incluso maleta-, todo ello validado con visibles etiquetas, tantas que daba angustia su condición de hombre-anuncio. Detrás un pobre gordo sudoroso, con camisa desabotonada y cadenas de oro, cuya intimidad debía sufrir alguna contrariedad porque sus glándulas sudoríparas funcionaban al revés. Y no podía faltar el bebé que berreaba sin parar a pesar de que el tren bailaba para acunarlo.
Pensé ir al aseo, pero ¿cómo acertar con este traqueteo, sin ensuciar la taza?
Dejé de mirar a mis compañeros del parque temático y entonces volví a ser consciente de la edad del tren en el que me había montado: asientos con las tapicerías desgastadas y raídas en todas las esquinas, recipientes que una vez debieron servir para los fumadores, etc. En conjunto, era una serie de pequeños vagones familiares, formados por dieciséis asientos, agrupados en cuatro conjuntos con mesa plegable central, dos a cada lado del pasillo, que asemejaban coquetas salitas de estar. Tal vez traqueteaban tanto, de alegría, porque les habían permitido salir del museo de antigüedades en el que habitaban para echar una carrera por sus amadas vías, y habían tenido suerte con los pintorescos viajeros.
¡Pí-píiiiiiii! Suena el silbato. Por fin anuncia el final de trayecto. Con mi equilibrio algo inestable, bajo apresuradamente del tren. Agradecí el calor que despedía el asfalto y mis ojos se llenaron del bellísimo firmamento estrellado de aquella estación. Eché de menos un cigarrillo y un enamorado que me estuviera esperando. Otra vez será, tal vez.
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