Hay en algunas
ciudades chiringuitos que se apilan horizontalmente, uno al lado de otro, en
largos paseos al aire libre. El pueblo, amante de estos establecimientos, ocupa
rápidamente las mesas, en cuanto el aire huele a primavera; enseguida el aroma
de chorizos, morcillas, caracoles y demás viandas, impregna el ambiente. Corre
la cerveza, y aumenta considerablemente el nivel de ruido. Y a veces, las
parrillas llenas de grasa, los aceites refritos, los plásticos y las prisas de
las demandas, dan lugar a ciertos descuidos, que a veces requieren el uso del
cuerpo de bomberos. Algo así sucedió la otra noche en las tascas de la Feria
(en Albacete) y fue curiosa la atracción del público que dejaron las “tajás” de
tocino y el “forro” sobre las mesas en neblina por el abundante humo, para
acudir presurosos a observar la actuación de los bomberos: rutilantes camiones
con luces parpadeantes, escaleras infinitas automáticas que se clavaban en el
cielo, y hombres desconocidos bajo sus cascos, y protegidos con voluminosos
uniformes que se afanaban en la extinción del incendio.
Inmediatamente
recordé un curioso fragmento de una obra de cuidada belleza. Me refiero a Industrias y andanzas de Alfanhui de
Rafael Sánchez Ferlosio, de la que reproduzco el siguiente fragmento:
VIII. DE LOS BOMBEROS DE MADRID
Un día Alfanhuí y don Zana vieron un incendio. Una mujer en un balcón daba
gritos desgarrados. Por las grietas de la casa, salía humo. La gente se juntó
en torno de la casa. A lo lejos empezó aoírse la campanilla de los bomberos.
Luego, llegaron esplendorosos por el fondo de la calle, con su coche rojo
escarlata y su campanilla dorada y sus cascos dorados, limpios y refulgentes.
Traían los bomberos una alegría de fiesta. Había en aquellos tiempos, en
Madrid, muchos niños que querían ser bomberos. Fue una época pacífica y los
niños heroicos no tenían otro sueño. Porque el bombero era el héroe mejor de
todos los héroes, el que no tenía enemigos, el más bienhechor de los hombres.
Los bomberos eran buenos y respetuosos, dentro de sus grandes mostachos, con
sus uniformes de héroes cívicos, con sus yelmos como los griegos y los
troyanos, pero ecuánimes y corteses, gordos y bondadosos. ¡Honra a los
bomberos! Desde otro punto de vista, eran los grandes amigos del fuego. Había
que ver la alegría con que llegaban, el entusiasmo de su faena, el
júbilo de sus coches rojos. Rompían con sus hachas mucho más delo que había que
romper. Hartos de su interminable quietud, les embriagaba la alarma, las llamas
les enardecían y llegaban eufóricos al incendio. Ponían en marcha su mecanismo
de pura actividad y depura prisa. Vencían al fuego, tan sólo porque le
demostraban una mayor actividad y una velocidad mayor. Y el fuego humillado, se
retiraba a sus cavernas. Ellos conocían este secreto, el único eficaz contra
las llamas. Ganaban al fuego en aquello en que más se tenía por grande: en
movimiento y escenografía. Le humillaban. Todos los ojos se volvían hacia
ellos; el fuego, nadie lo miraba ya. Corrían menos que una persona normal, pero
corrían canónica y gimnásticamente; pecho afuera, puños al pecho, la cabeza
alta, levantando mucho los pies del suelo y las rodillas hacia afuera y nunca
tropezaban unos con otros. Por eso todo el mundo decía:
¡Qué bien corren!
Nunca sacaban a nadie por la puerta, aunque
pudieran, siempre lo hacían por las ventanas y por los balcones, porque lo
importante para vencer era la espectacularidad. Bombero hubo, que, en su celo, subió
a la joven del primer piso, hasta el quinto, para salvarla desde allí. En cada
piso había siempre una joven. Todos los demás vecinos salían de la casa antes
de llegar los bomberos. Pero las jóvenes tenían que quedarse para ser salvadas.
Era la ofrenda sagrada que hacía el pueblo a sus héroes, porque no hay héroe
sin dama. Cuando llegaba la hora del fuego, toda joven conocía su deber.
Mientras los demás huían aprisa con los enseres, ellas se levantaban lentas y trágicas,
dando tiempo a las llamas, quitaban de su rostro las pinturas y los afeites, soltaban
las largas cabelleras, se desnudaban y se ponían el blanco camisón. Salían por
fin, solemnes y magníficas, a gritar y a bracear en los balcones. Así lo vio
Alfanhuí aquel día, así sucedía siempre que había fuego. Sucedía siempre lo
mismo porque era un tiempo de orden y de respeto y de buenas costumbres.
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