¿Qué quiero retener en mi memoria de José Luis Sampedro? Su faceta de novelista, y sin duda, La sonrisa etrusca, publicada en 1985.
Relata por una parte una tierna relación entre un viejo que se deleita paladeando un instante de éxtasis, mientras "contempla una carita aún no surcada por los afanes y los días", respira "su olor lácteo y frutal" y acoge "la elástica firmeza de su cuerpecito", el del niño con quien "flotar juntos en la noche transfigurada". Así describe el escritor este instante inmortal, en una novela que fue incluida en la selección de las cien novelas de lectura imprescindible.
Relata por una parte una tierna relación entre un viejo que se deleita paladeando un instante de éxtasis, mientras "contempla una carita aún no surcada por los afanes y los días", respira "su olor lácteo y frutal" y acoge "la elástica firmeza de su cuerpecito", el del niño con quien "flotar juntos en la noche transfigurada". Así describe el escritor este instante inmortal, en una novela que fue incluida en la selección de las cien novelas de lectura imprescindible.
Son dos amores los que conviven en ella: el del viejo tosco que descubre su ternura ante la presencia de un frágil bebé, su nieto, y el del hombre en su amor de madurez. El eterno tema del amor, recreado a partir de la observación de la sonrisa que le sugiere "El sarcófago de los esposos", un sarcófago etrusco del S.VI a.c., en terracota pintada, que representa una matrimonio reclinado en un banquete, preparados para pasar al más allá, y que se expone en el Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia, en Roma.
La relación de su último amor de madurez se retrata de manera conmovedora, casi al final de la novela, en este magnífico fragmento:
La relación de su último amor de madurez se retrata de manera conmovedora, casi al final de la novela, en este magnífico fragmento:
"Se recrea en ser mirado desde arriba como ahora, lo que no le gustó nunca. Saborea ese rostro sobre el suyo, ese torso dominándole, por cuyo escote abierto asoma la curva de un pecho grávido, venciéndose hacia él.
Lo contempla fascinado. Y esto sí que lo había pensado siempre: "¿Qué poder tiene la carne de mujer? Redonda y blanca como la luna, que dicen que levanta el mar."
- ¿Qué poder tiene la carne de mujer? -han sonado esas palabras. Las ha pronunciado en voz alta sin darse cuenta.
- El mismo que la de hombre -susurra ella, encendida, sintiendo la mano que moldea suavemente su pecho y oyendo el suspiro profundísimo.
Silencio de nuevo, sí, ¡pero cómo habla el tacto!
Y una lamentación. La misma, la única:
-¿No te da pena tener en tu cama solo una carne muerta?
-¿Muerta? -protesta esa ternura absoluta-. ¡Vive! ¿Es que esa carne no está sintiendo mi caricia? ... ¡Qué vello el de tu pecho, qué rizos ásperos, cómo se enredan y se demoran mis dedos!... Y debajo tu corazón, tu corazón que habla, que me grita: ¡Estoy vivo!
Un silencio aún mayor, más alto, envolviendo los ecos de las voces, las delicadas presiones, los amorosos reconocimientos. En la cúspide, una dolorida queja viril:
- ¡Cuánto daría porque supieras cómo fui yo en estos lances! ¡Si pudiera!...
La mano femenina deja ese pecho rizoso y un dedo firme sella los labios demasiado exigentes.
- Calla. No pidas más a la vida.
Y repite, ocultando su repentina angustia:
- No pidas más... ¡Que no se rompa!
Cierto, dejarlo así, saber gozar así. Ella sigue reclinada sobre el codo. "La dama etrusca", recuerda el hombre. Pero no sobre un sarcófago. La cama es un océano tranquilo donde se vive la pleamar de los amantes. ¡Alta libertad de entregarse! Al hombre ya no le encadena la sombra de Dunka, ni siquiera -gracias a Hortensia- el dolor de lo perdido en las últimas dentelladas de la Rusca. Sereno ante la puerta que pronto traspasará, porque ya sabe vencer al destino. Atrincherándose en lo indestructible: el momento presente... Viviendo el ahora en todo su abismo.
Ella, mientras tanto, sabiendo lo que sabe, siente derramársele hacia dentro, anegándole el pecho, unas lágrimas por él, por ella misma. Le gustaría cogerle otra vez en brazos, ser aquella Pietá en la luna del espejo -¡pesa ya tan poco su Brunettino-- ... Pero él sospecharía.
Se reprime y se refugia también en el puro instante. "¡Que no se rompa!", reza.
Y repite, ocultando su repentina angustia:
- No pidas más... ¡Que no se rompa!
Cierto, dejarlo así, saber gozar así. Ella sigue reclinada sobre el codo. "La dama etrusca", recuerda el hombre. Pero no sobre un sarcófago. La cama es un océano tranquilo donde se vive la pleamar de los amantes. ¡Alta libertad de entregarse! Al hombre ya no le encadena la sombra de Dunka, ni siquiera -gracias a Hortensia- el dolor de lo perdido en las últimas dentelladas de la Rusca. Sereno ante la puerta que pronto traspasará, porque ya sabe vencer al destino. Atrincherándose en lo indestructible: el momento presente... Viviendo el ahora en todo su abismo.
Ella, mientras tanto, sabiendo lo que sabe, siente derramársele hacia dentro, anegándole el pecho, unas lágrimas por él, por ella misma. Le gustaría cogerle otra vez en brazos, ser aquella Pietá en la luna del espejo -¡pesa ya tan poco su Brunettino-- ... Pero él sospecharía.
Se reprime y se refugia también en el puro instante. "¡Que no se rompa!", reza.
Desde la lectura de esta historia humana universal te despido con un "HASTA SIEMPRE", hombre de palabras que germinan.
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