La carne nos controla
“La vida
es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has
vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción
es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con
aturdimiento alrededor”. Esas son las sugerentes palabras con las que se da
comienzo a la historia de la vida de Soledad, una mujer que cumple 60 años y
hace honor a su nombre. Pretende ir acompañada a la representación de Tristán e Isolda, porque está segura de que
allí reencontrará a su último amante clandestino, casado, con quien meses antes
pensaba asistir. Esta ópera acompañó su
primer y explosivo encuentro erótico entre ambos.
Decide contratar un joven y
atractivo “acompañante” en una página web (un “escort”, “gigoló”, “prostituto”
–lo define) para darle celos y elige entre toda la galería de bellezas
masculinas al que tenía “un aspecto
formidable de pianista romántico cruzado con musculoso trapecista” (p. 6),
un auténtico “cañón” a quien lucir.
Todo transcurre como deseaba
hasta que, a la salida de la ópera, un suceso violento encarrila de manera
inesperada su vida. El suspense marca esta relación, ambigua e inquietante,
hasta el final y engancha al lector.
Es una novela sobre la
soledad, sobre el sexo y el placer carnal, sobre la inestabilidad que produce
el fracaso en el amor (“sin amor, todo
era polvo y llanto”, p.102) y sobre la certeza de que a los 60 años se ha
llegado a la edad en que la biografía es irreversible.
Todo lo interesante de la
novela gira en torno a esta relación entre los dos personajes, aunque entre
ellos la narradora establece un paralelismo innecesario (ambos son gemelos,
abandonados por los padres…), excepto la diferencia de edad (60 ella, 32 él)
que a Soledad fascina y asusta a partes iguales. “La carne nos aprisiona, nos enferma, nos mata y también nos hace rozar
la gloria a través de la sexualidad, el deseo, el amor… Es la carne infierno y
éxtasis”. Son palabras de Rosa Montero, recogidas en la entrevista de Nuria
Labari (ZendaLibros.com) que dan la clave de la novela, que el propio título
anuncia. Obsesiona a Soledad el deterioro físico de esa “carne traidora, enemiga íntima que te hacía prisionera de tu derrota”
(p. 11), como se habla a sí misma, en voz alta, al contemplar su cuerpo en el
espejo. La carne esclaviza y el paso del tiempo se muestra en ella. La
narradora hace un alarde de precisos sinónimos para describirlo: “El cuerpo se plisa, se ablanda, se cuarta,
se desploma y se deforma”, ese cuerpo traidor al que “no le bastaba humillarte: además cometía la grosería suprema de matarte”
(p. 14)
Directamente relacionadas
con su percepción sobre la carne y la frustración que produce su deterioro,
encadena las reflexiones de la protagonista sobre el miedo a la vejez, el paso
del tiempo, la tiranía del sexo, los prejuicios sexistas hacia la mujer que ha
dejado de ser joven… “Ser viejo era tener un pasado irremediable y
carecer de tiempo para enmendarlo” –reflexiona. (p. 17). Resulta casi
divertido, si no fuera por la triste realidad que refleja, el resumen que hace
de la parafernalia necesaria para viajar con sesenta años (prótesis, medicinas,
infinidad de cosas en la maleta: lentillas, suero, férulas, … (p. 39-40), para
soportar la inacabable diversidad de molestias que van parasitando el cuerpo.
El mismo humor negro se deriva de la planificación e intendencia rigurosa que exige plantearse
hacer el amor (elección de una lencería favorecedora, depilación, cremas
reafirmantes, maquillaje, aliento fresco, velas estratégicamente colocadas,
selección de la música…) y lo más decepcionante es la reflexión final: “…uno de los espejismos más extendidos es el
de pensar que nosotros no vamos a ser
como los otros viejos, que nosotros seremos diferentes. Pero luego la edad siempre
te atrapa y terminas igual de tembloroso, de inestable y babeante” (p.
120).
Todas estas obsesivas y
deprimentes reflexiones forman parte importante en la caracterización de
Dolores, tan insegura en su relación que duda y desconfía por cualquier motivo.
La propia narradora la define con un buen carrusel de adjetivos: “Ella se sentía agobiada angustiada,
desgarrada, enloquecida, desolada, desconcertada, perdida, fracasada,
machacada, acongojada, muy desgraciada y, en fin, medio muerta”(p.79). La
narradora parece conocer muy bien los sentimientos de Soledad.
En conjunto, el resultado de
la novela es desigual. Muy interesante el suspense en la relación entre el
“escort” y la narradora, suspense que gira de manera inquietante hasta la
resolución final, despertando expectativas diversas en el lector. Bastante
desasosegantes las obsesivas reflexiones de la protagonista, así como la
insistencia en su origen, el abandono de
su padre, el significativo nombre e innecesarias coincidencias vitales con su
amante, que hacen artificiosa la personalidad de la protagonista. Y, por último
demasiadas explicaciones literarias extranarrativas.
En este último apartado
hemos de explicar que Soledad, paralelamente a su historia personal, nos hace
partícipes de su trabajo como comisaria de exposiciones, que prepara una
exposición de “Escritores Malditos” de los que Soledad relata sus biografías.
Todos coinciden en ser biografías reales y en su destino torcido: William Burroughs, Ulrico Von Liechtenstein, Philp K.
Dick, Guy de Maupassant, Mark Twain, María Lejárraga, Pedro Luis de Gálvez, Mª
Luisa Bombal y Mª Carolina Geel. Solo
una biografía es inventada, la de Josefina Álvarez que escribe bajo el
seudónimo Luis Freeman, en la que la escritora se detiene pausadamente en los
detalles de su vida, que la marcan como una “perfecta maldita”. La escritora va
contando la historia de cada uno, al hilo de su narración, engarzándola con
algún detalle personal de los protagonistas de la novela o con alguna reflexión
de la narradora, en perpetua paradoja, al hilo del desarrollo de los
acontecimientos.. Hay un punto de enlace que da pie a esta entrada pero que,
según mi opinión, ralentiza el desarrollo de la trama novelesca, sin añadir más
que un interés ocasional a la misma. Lo más interesante de estas biografías es
la extrapolación que la escritora hace de qué se considera “escritor maldito”:
“Ser
maldito es saber que tu discurso no puede tener eco, porque no hay oídos que
lleguen a entenderte. En esto se parece a la locura(…) Ser maldito es no
coincidir con tu tiempo, con tu clase, con tu entorno, con tu lengua, con la
cultura a la que se supone perteneces. Ser maldito es desear ser como os demás
pero no poder. Y querer que te quieran pero solo producir miedo o quizá risa.
Ser maldito es no soportar la vida y sobre todo no soportarse a sí mismo”
(p. 10-11)
En este apartado, Rosa
Montero juega con el realismo, introduciéndose como personaje: una periodista
que dedicó un perfil biográfico a Josefina Aznárez, que incluye en la novela.
Es un guiño que no tiene más interés que el juego narrativo.
Otra presencia importante en
la novela es la música, a veces muy oportuna como el significado del lamento de
amor en la ópera Tristán e Isolda, o
en Las bodas de Fígaro, e incluso en Muerte en Venecia, aunque en este caso,
la explicación es tan profusa que el lector medio se aburre leyendo aquello que
conoce y que tal vez debería ser solo una referencia sin pueriles
explicaciones.
En resumen, la música, la
literatura, las reflexiones de la novela son muy interesantes pero ocupan un
segundo plano (a pesar de la extensión que les concede la autora), a favor de
la original trama que la sustenta: la relación entre Adam, así se llama el
“acompañante” y Soledad, llena de suspense hasta el desenlace y absolutamente inquietante.
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