Con esta
frase procedente de un ensayo de John Berger, con la que se presenta la novela, el propio Neuman explica cómo fue el punto de partida de su idea a partir de leer el ensayo. Los
explotados, demasiado cansados tras el trabajo, sienten un traicionero
bienestar ante pequeños placeres como dormir, comer o hacer puzzles como el
protagonista.
Esta
novela corta es la primera de Neuman (1999), Finalista del XVII Premio Herralde
de Novela. Se trata de la historia de dos hombres, basureros nocturnos en
Buenos Aires, uno, el Negro, mantiene a su familia con varios empleos; otro,
Demetrio, soltero, vive en una caída libre hacia la autodestrucción.
Se
trata de una novela estructurada en capítulos breves, algunos muy breves, en
total 65, mediante los cuales se compone el puzzle de la cotidianeidad
asfixiante de estos dos personajes y de la ciudad en la que viven.
Los
fragmentos ofrecen un conjunto de voces narrativas: el yo en primera persona de
Demetrio es la voz dominante, completada por la voz del Negro, la de Verónica
(esposa del Negro y amante de Demetrio) y la del narrador-descriptor.
Curiosamente, incluso se distinguen por el habla: español correcto para el
narrador, español porteño en los demás personajes argentinos. Así le dice el
Negro a Demetrio, de su mujer, cuando intuye que ha tenido una relación con
otro hombre, sin imaginar que ese hombre es Demetrio:
“¿Sabés lo que pasa? Que
yo a mi mujer la veo escarmentada, hacerme caso che bien junadita la tengo. La
pobre se la bancó bien, yo le armé todo el quilombo que quise y le grité una
noche entera y ella escuchando nomás sentadita, bien piola.” (p. 21)
El
desarraigo, la pérdida, la alienación son los temas sobre los que reflexiona el
autor en ese camino hacia la autodestrucción. Yo pienso que a lo mejor se forma una
familia para intentar matar la orfandad que cada uno sufre desde que nace”
(p. 52). Demetrio
no llega a constituir una familia, e incluso huye del compromiso y de la
insistencia de su amante porque, a lo largo de su existencia, va desarrollando
la sospecha “de que en la vida, para
algunos, los tiempos no cambiaban nunca” (p. 75).
Demetrio
arma puzzles, cada tarde, que sirven para dar voz a su memoria. Es una actividad que de joven consideraba una “taradez” porque no entendía la finalidad,
ni el disfrute de perder el tiempo cuando faltan horas, para reconstruir un
paisaje que ya venía construido en la tapa. El autor utiliza este
entretenimiento para poner en boca del personaje una reflexión que lo
caracteriza en esa carrera de su vida cuesta abajo: “cuando
te parece que las horas no pasan, que no es la última (…) entonces encontrar
algo para hacer, sobre todo si es algo que signifique orden, es nada menos que
la salvación de la locura” (p. 37)
El
vertedero forma parte de su cotidianeidad, no solo porque trabaja recogiendo basuras
sino porque le parece la “fosa común de
todas las ciudades” (p. 83) y lo observa sintiéndose parte de él; por eso
exclama sorprendido: “Dios santo, cómo
podía haber tanta, tanta mierda” (p. 84).
Frente
a esto, el narrador pone el contraste con sus descripciones de postal del lugar
en el que se desarrollan los hechos, Bariloche. Al inicio de la novela, recoge la localización y los datos objetivos exactos de esta bella localidad
argentina, situada en la orilla meridional del lago Nahuel Huapí, provincia de
Río Negro. En siguientes fragmentos, el narrador-descriptor, adopta un tono
lírico para esas poéticas descripciones, fragmentos exclusivamente descriptivos
que intercala entre los narrativos y que, según afirmaciones del propio Neuman,
escribe en prosa camuflando en ella la métrica del verso clásico. Representa el
contraste entre la naturaleza mítica de Bariloche con sus araucarias, y su
amancay frente el aspecto urbano de la ciudad.
El
lenguaje literario impregna ambos mundos. No solo el mítico lago con su
horizonte recortado por “dorsales
nervudos de la gran cordillera”, “un
gigantesco reptil óseo” (p. 21), sino también aquellos detalles carentes de
belleza de las basuras de la ciudad que rodean a los basureros: “con las bolsas de nylon negras a sus pies
igual que un ejército de sucias moscas” (p. 3). Lo mismo sucede con los
paisajes urbanos, así observa “cómo
emergían las personas de la boca de metro de Lacroze: salían vomitadas a la
calle y seguían dando pasos a la intemperie” (p. 8), o como el garaje de
los camiones de basura “parecía un
siniestro tanatorio de elefantes” (p. 12), y como “las persianas, como lentos párpados de gigante, dejaron ver un cielo
lácteo” (p. 19).
En
resumen, se trata de una novela conmovedora que recibió elogiosos comentarios
en su publicación. Resulta muy interesante recuperar su lectura.
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