Hace unos días regresé a un estupendo lugar donde, mientras el público cena, increíbles voces con traje de camarero, cantan una obertura en los entrantes, y sucesivas arias de óperas, seleccionadas con buen tino, en la presentación de cada uno de los platos. Tan sugestiva es la cena que, aunque cara, hay que reservar mesa con antelación. Es la tercera vez que voy y siempre me estremezco, me emociono, siento que las notas musicales me recorren las venas, ceno platos exquisitos a los que acompaña una botella de vino extraordinario, o dos, y nunca miro la factura final, ni siquiera cuando la pago yo, porque la satisfacción es tan grande que poco importa.
Sin embargo ya no volveré. Otro placer más que desaparece de la vida real y se instala en un rincón de la memoria. ¿Por qué no voy a volver? Porque han apiñado las mesas y con ello se ha perdido intimidad y se acerca al concepto de comedero caro. Pero sobre todo porque se ha rebajado el nivel de selección musical que era lo que realmente hacía atractivo y único el lugar, y rodeaba de magia la cena. Muchos fragmentos de zarzuela han empujado a un lado a esas extraordinarias arias, y aunque ciertamente no tenga nada en contra de la zarzuela, lo cierto es que el local ha cambiado de rumbo, aunque la maître -una mujer pendiente de cada una de las mesas-, los camareros-cantantes y los no-cantantes, sigan siendo excepcionalmente amables, solícitos y profesionales.
Y no queda ahí la cosa. Viene lo mejor. Acaba la cena, larga, muy larga, con brindis, con cava, y toda la parafernalia esperada, surge como protagonista un extraño sujeto, que en los hoteles veraniegos denominarían "animador", que insta a los comensales a levantarse y a corear, con un video proyectado en una enorme pantalla, una conocida canción, increíble en ese entorno, la "Chica ye-ye". Casi se me cae la mandíbula inferior al suelo. No entendía nada. Solo faltaban -como alguien comentó en la mesa- los loros de colorines, montando en pequeñas bicicletas, cuya actuación anima a los veraneantes aburridos. Decepcionada, quise protestar pero no me dejaron.
Una vez más triunfa el deseo de hacer caja. El público aplaude, canta, baila, aparecen luces de colores discotequeras... y la magia de la ópera desaparece, al mismo tiempo que mis acompañantes y yo también desaparecemos, despidiéndonos con tristeza de algo importante que se esfumaba. Los encuentros especiales tendrán que buscar otro local.
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