Comienza la novela con la
celebración de los jóvenes movilizados para la guerra, movilización con la que
se encuentra el protagonista que ha salido a dar una vuelta en bici después de
comer: “discusiones enfebrecidas, risas
desmesuradas, himnos y fanfarrias, exclamaciones patrióticas entreveradas de
relinchos”. Anthime ante el clamor de las campanas regresa a su pueblo y en
uno de los baches cae al suelo su libro que se abre premonitoriamente por una
página en la que se lee: “Aures habet, et
non audiet” (Tienen oídos y no oyen), que queda boca abajo en el suelo. Acaba
de estallar la Gran Guerra, la Primera Guerra Mundial.
Desde esa tarde de verano hasta
la noche que Anthime, de vuelta del frente se reúne con Blanche (prometida
de su hermano Charles que ha muerto en la batalla sin tener conocimiento del
nacimiento de su hija Juliette y hacia la que Anthime siempre ha sentido una
especial atracción amorosa), Echenoz nos acompaña a través de las trincheras,
donde los días se alargan y escasea la ropa y la comida, donde empuñan bayonetas y resisten el
ataque de los piojos.
En medio de todo ello ningún
personaje reflexiona sobre la tragedia ni sobre el maldito destino que los ha
llevado a esa situación. Aceptan la fatalidad con resignación. Solo observan la
trayectoria de las balas, las consecuencias de la metralla, el desplazamiento
de los aviones interrumpidos por la explosión,… en suma el caminar de la muerte
entre ellos, pero con distanciamiento y sin afectación, sin lágrimas y sin
desesperación, sin sentimentalismos. Los sentimientos los pone el lector,
impresionado en cada uno de los 15 capítulos de la novela, impactado cuando
Anthime, mutilado, pasea del brazo de Blanche, de cuyo amor tampoco el autor da
ninguna certeza, contando perros y vagabundos, cuatro años después de comenzada
la guerra.
Cinco amigos parten hacia el
frente, Padioleau, Bossis, Arcenel,Charles y Anthime. Una semana después subían
al tren en Nantes y tres días más tarde llegaban a Las Ardenas y recibían sus primeras órdenes: “Si mueren hombres en las guerras será por
falta de higiene. Lo que mata no son las balas, sino la falta de aseo, que es
nefasta y que es lo primero que deben ustedes combatir. De modo que lávense,
aféitense, péinense y nada tienen que temer”.
Tan sorprendente es esta orden
como el reparto generoso de vino por el servicio de intendencia, aunque no haya
suficiente comida. La idea es que “embriagar
al soldado contribuye a incrementar su valor y, sobre todo, disminuye la
conciencia de su condición”. Es muy interesante la clasificación de
animales (cap. 12) según su utilidad: los familiares y domésticos que no saben
salir solos adelante por su “jodido
narcisismo”, los independientes comestibles, los incomestibles por ser
marginados, los incomestibles por su potencial guerrero, y los parásitos que
devoran al hombre.
La novela es breve pero
explícita. No necesita más páginas para estremecer al lector, observador
impotente de una generación perdida por la arbitrariedad de una absurda guerra.
Y no es porque los personajes tengan un atractivo especial, que lo tienen, sino
porque no hay un solo mensaje de esperanza y se resignan sin más.
Echenoz se entretiene
describiendo objetivamente todo aquello con lo que consigo un relato verista
(tanto en la ciudad abandonada por los jóvenes soldados como en las trincheras y
el campo de batalla. De esta manera conocemos exactamente las clases de zapatos
que se fabrican en su ciudad natal, los objetos y útiles que dan lugar a los 35
kilogramos que pesan las mochilas de los soldados, las variadas acrobacias de
los aviones “mosquito”, sus multiplicadas actividades en los días de
“descanso”, etc. No hay sordidez en la descripción de la contienda, ni regodeo
en escenas trágicas; por el contrario se impone la naturalidad descriptiva y
realista de lo que se ve, sin adjetivaciones valorativas. Es el lector el que
añade la valoración de la escena descrita.
Sin embargo estas descripciones
son impresionantes. Así leemos y casi podemos oler el ambiente corrompido por
los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos, el olor a
orines, mierda, sudor y vómitos. Parece una descripción natural pero tropezamos con
fragmentos tan expresionistas como los que siguen:
- “Anthime vislumbró durante un instante desde la masa
encefálica hasta la pelvis, todos los órganos (…) abiertos en dos como en una
plancha anatómica”
- "Los ilesos se incorporaron más o menos salpicados de
fragmentos de carne militar, colgajos terrosos que ya les arrancaban
disputándoselas las ratas”.
Después de quinientos días,
Anthime regresa sin brazo derecho. Ha de acostumbrarse a ser zurdo, precisamente él, a quien se describe premonitoriamente en el primer capítulo portando una sortija en
la mano derecha, por “cuestión de magnetismo”,
contestaba siempre molesto cuando se le avisaba de que la sortija se lleva en la mano derecha.
Destacaré para terminar la
maestría en el uso de paréntesis, enumeraciones y oraciones complejas
magníficamente construidas. En esta novela se cumple a
rajatabla la expresión, olvidada en los best-seller actuales: “Lo bueno, si
breve, dos veces bueno”.